Sucede a veces que el título de una obra de arte, aun
siendo incorrecto, se mantiene inmutable a lo largo del tiempo y acaba por
identificar plenamente a esa obra. Quizás el ejemplo más destacado de lo que
afirmamos lo tengamos en la pintura española: si citamos el cuadro que lleva
por título "la familia de Felipe IV" es posible que tardemos unos
segundos en recordar que en realidad nos estamos refiriendo a las Meninas de
Velázquez. Algo parecido ocurre con esta obra de Sandro Botticelli (1444-1510),
"el nacimiento de Venus" (1485), una de las pinturas más emblemáticas
no sólo de Quattrocento italiano, sino del Renacimiento en general y, aun me
atrevería a decir, de todos los estilos artísticos.
Pero el cuadro en el que hoy fijamos nuestra atención
no representa, propiamente, el nacimiento de aquella diosa latina, de quien la
mitología nos cuenta que llegó a la vida entre la espuma del mar, después de un
dolorosísimo acto parricida en el que el dios Cronos cortó los testículos de su
padre, Urano, arrojándolos al agua. Evidentemente, no era ese un asunto
adecuado para un pintor tan refinado como Botticelli quien, en realidad, nos
retrata a la diosa arribando a las costas de la isla de Citerea, en pleno mar
Jónico. Hasta allí llega la divinidad empleando como medio de transporte una
generosa concha que es dirigida a tierra por el viento favorable que surge de
la boca de Céfiro, situado a nuestra izquierda, a quien a su vez acompaña en el
vuelo su esposa Cloris, la ninfa dueña de las flores, que por ello
aparecen en gran número en el cuadro.
En una cosa se parece una diosa como Venus a los
simples mortales: llega al mundo desnuda, aunque el pintor la retrata en púdica
actitud, tratando de proteger con sus manos y sus largos cabellos sus senos y
su pubis. En tierra ya está esperándola la propia Primavera, que se apresura a
ofrecerle una túnica también cuajada de flores. ¡Qué mejor símbolo del amor que
éste de las flores!, presentes por todas partes del cuadro. Símbolo reforzado
además por la guirnalda de hojas de mirto con la que la Primavera atavía su
cuello, alegoría a su vez del amor sin límite temporal, del amor eterno.
Un cuadro, pues, de composición relativamente
sencilla: cuatro personajes en un entorno natural de escasa complicación, en el
que el pintor ha puesto además poca atención a las leyes de la perspectiva.
¿Por qué, entonces, tiene tanta fama esta obra? Las respuestas son múltiples y,
hasta cierto punto, subjetivas. Entre ellas habría que considerar la capacidad
de Botticelli para imprimir ritmo y movimiento a la escena, lo que nos hace
llevar nuestra vista de izquierda a derecha y desde el fondo hacia adelante,
impulsados respectivamente por el viento que sopla y el compás de las olas
hasta la orilla. Tal vez habría que considerar también el contraste
entre la completa desnudez de Venus o la parcial de los alados personajes
que la impulsan y la rica vestimenta de la Primavera. O tendríamos que reparar
en la suavidad de las líneas negras que trazan los contornos de las
figuras, en la dulzura de los colores empleados o en el gusto por los
pequeños detalles. Quizás podría valernos no sólo la propia postura de la
diosa, sino la belleza de su rostro, su imposible cuello o esa mirada lánguida
y perdida que parece aislarla de todo cuanto acontece a su alrededor.
Obviamente, detrás de toda gran obra hay un gran
autor. Sabemos sobradamente que Botticelli conocía y compartía las teorías de
la filosofía neoplatónica que tanto éxito tuvieron en la Florencia de los
Médici a finales del siglo XV. Unas ideas que sublimaban el tema de la belleza
femenina para extrapolarlo hacia conceptos más amplios: la misma diosa del amor
sería uno de los cuatro elementos primigenios (el fuego: la pasión) siendo los
otros tres más evidentes en el cuadro (la tierra, el agua, el aire). Todo esto
puede ser, pero también pudiera ocurrir que esta pintura esté llena de
alusiones de carácter religioso, que Venus sea un trasunto de la propia Virgen
y que el agua y la concha hagan alusión al poder salvífico del bautismo. En
todo caso Venus, pese a su largo cuello o a sus estrechos hombros, rebosa aquí
humanidad. Así tenía que ser, porque estamos hablando de la Florencia del
Renacimiento. Humanismo en estado puro.
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